Desde la dehesa entre espesos bosques de pinos, atravesamos un sendero botánico, con carteles conteniendo numerosas explicaciones sobre la fauna y flora de la zona donde abundan helechos, coníferas, jaras y enebros, y todo tipo de plantas aromáticas. Mirlos, alondras, lagartos, corzos y varias especies de rapaces, habitan esos parajes. Casi sin darnos cuenta, comenzamos la ascensión – un tanto dura- hacia el puerto de Cabezarrubias pasando por el cerro Mortiloro. Era inevitable acordarse de los mineros que durante todos los días del año, se veían obligados a realizar dos veces ese trayecto, antes y después de realizar su trabajo. Gracias a ellos se potenció la economía de la zona en aquellos tiempos de penuria. Gracias a su trabajo de colosos y a su esfuerzo.
Sobre las nueve de la noche llegamos arriba y paramos a descansar en un amplio merendero, con espectaculares vistas al valle de Alcudia. Aún no se había iniciado la puesta de sol. A tres días del solsticio de verano, estábamos muy cerca del día más largo del año, cuando el sol alcanza su máxima posición boreal respecto al ecuador terrestre. Solsticio deriva de una palabra latina ‘sostitium’ compuesta de la palabra ‘Sol’ y ‘sistere’ o sol quieto, inmóvil en el cielo. Prácticamente todas las civilizaciones han sido sensibles a ese triunfo de las fuerzas del sol sobre la oscuridad, de modo que su celebración es casi tan antigua como la humanidad.
La llegada a Cabezarrubias, coincidió con el Ocaso. El horizonte se llenó de increíbles luces violetas. Nos dirigíamos hacía la casa rural, para cenar después del trayecto. Nos sentamos en un atrayente porche donde oscureció de pronto. La cena era estupenda y la noche cada vez más intensa, reverberaba en el canto de los grillos.
Colgado bajo un alero del porche, un minúsculo nido de golondrinas se convertía en el insólito y preciado blanco de nuestras fotografías.
Cortés pero lacónico el dueño de la casa rural nos informó de que eran aves muy tímidas. Si continuábamos con aquella lluvia de flases y de risas, se marcharían del nido y ya no volverían nunca más, ni siquiera para alimentar a sus polluelos.
Por fortuna en la mágica oscuridad del horizonte, vimos ascender una luna bellísima que nos hizo olvidarnos de las golondrinas. Brillante como una lámpara, redonda como la tierra y tan cercana como para las remotas civilizaciones de cartagineses, egipcios y persas, fueron Tanit, Selene, y Astarté: La diosa blanca de la luna en plena llanura de la Mancha, atrajo al mismo tiempo todas nuestras miradas y todas las mareas de la tierra.
Fueron unas horas cálidas y divertidas. Al marcharnos, pudimos observar como un perro y un gato, se habían tumbado juntos en la entrada del porche. Dormían apaciblemente, tal vez compartiendo los sueños y no se levantaron a despedirnos. Dormían como si hubieran encontrado las claves de una profunda felicidad sobre la tierra.