El día 19 de noviembre, decidimos hacer una marcha por el valle de Alcudia, saliendo desde la venta de la Inés. Era justo el día anterior a las elecciones y sin embargo, nadie habló de política, ni de trabajo, ni de noticias. La ruta acaparaba toda nuestra atención.

Sobre las 9:30 de la mañana, aproximadamente, iniciamos la marcha por un ancho camino de Encinas. Era una amplia dehesa, utilizada para pasto del ganado donde también anidaban bandadas de grullas. Son aves que resultan difíciles de ver. Y aún más difíciles de fotografíar. Al llegar a la venta hicimos un alto para desayunar, allí nos atendió su amable propietario: Un señor anciano que cuida de la casa y que nos invitó a disfrutar de lo espectacular del paisaje.

Poco después cruzamos una pesada verja. Aunque un camino sinuoso ascendía hasta la cima de la montaña, escogimos una senda recóndita y angosta que la mayoría de las veces, nos hizo caminar entre cerradas jaras y gigantescos helechos. El aire olía a lavanda y a tomillo.

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El famoso alcornoque de donde toma su nombre la fuente que se cita en el Quijote, tal vez no sea un alcornoque pero sí es un árbol extraordinariamente hermoso y ancho. El sendero, escarpado, con numerosas subidas y bajadas discurría paralelo a un abrupto lecho de piedras: El accidentado cauce por donde las aguas bajan la ladera.

La tierra negra y fértil estaba literalmente sembrada de bellotas, escaramujos y deliciosos madroños ya maduros. Su intenso color rojo también adornaba los árboles. Una gruesa alfombra de hojas de pino, amortiguaba lo duro del terreno; Se hizo necesario caminar con extremo cuidado, para sortear los escurridizos musgos y liquenes que cubrían las piedras redondeadas por el paso del agua y del tiempo. Varias veces tuvimos que cruzar el cauce en uno y en otro sentido.

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Andábamos por un sendero apenas hollado. Una ruta agreste y salvaje, donde antiguas piedras brillaban adheridas a las rocas bajo bajo la sombra de silenciosos enebros y árboles enanos.

Aproximadamente una hora y media después, avistamos las primeras inmediaciones de la cueva, un lugar realmente sobrecogedor y milenario. Como vestigios de nuestros más remotos ancestros aún pueden apreciarse, llamativas muestras rupestres pintadas en el techo; Cuando llueve, el agua se desliza y cae como una cortina sobre la entrada de la escondida caverna, y ésta se convierte en un lugar realmente misterioso y resguardado: allí encontramos pisadas de perdiz, similares a incomprensibles jeroglíficos egipcios. Huellas de zorros y ciervos, que seguramente han hecho del lugar su hábitat donde refugiarse y descansar.


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Trepando con las manos, subimos hasta el segundo nivel de las rocas: desde allí, una impresionante vista, permitía ver todo el valle: una inmensa llanura verde atravesada por una ondulada serpiente de plata: El brillo del agua corriendo bajo la luz del sol. Algunos buitres solitarios y numerosas bandadas de pájaros, se destacaban también contra el azul del cielo. Era un lugar del que nunca nos hubiésemos querido marchar.

Tras tomar algunas fotos iniciamos el descenso. A la vuelta paramos en la localidad de Brazatortas donde dimos cuenta de una espectacular comida, a base de migas, gachas y asado de cochinillo. Como si hubiese estado esperando nuestra vuelta casa, una intensa lluvia cerró el día. Un día grato, memorable, hecho para recordar… desde el momento en el que pudimos disfrutar de la cercanía de la naturaleza y fluir, como el agua de las rocas y del cielo. Fluir con ella. Sentír el pulso de la vida bullendo a cada instante. Desde el principio del mundo. Desde el origen de todo. Formar parte de ese orden perfecto. Sentir su inmensa e infinita paz.