Esta marcha se caracterizó por una considerable cantidad de imprevistos. Muchos de los asistentes habituales, por diversos motivos personales y familiares, se vieron obligados a cancelar su asistencia a última hora. Y es que a poco que uno se ponga a pensarlo, pronto cae en la cuenta de lo ocupados que estamos y de las múltiples obligaciones de todo tipo que acaparan nuestro tiempo. Añorando su ausencia, pero también procurando que no decayese el entusiasmo, los demás nos dirigimos hacia nuestro destino. Este no era otro que la pequeña población de Las Navillas, cercana a localidad de San Pablo de los Montes, que también sería el lugar de finalización de la ruta.
Llegamos a Las Navillas todavía temprano, tanto que después de tomar café aún nos dio tiempo para comprar bollitos de leche, tortas y otros dulces a un panadero ambulante, que justo en ese momento paró su fugoneta en la soleada calle donde comenzamos el camino, muy contento de habernos encontrado.
La zona de los Montes de Toledo es excepcionalmente hermosa y se encuentra cercana a ambas provincias; es una delicia adentrase en sus bosques de robles cargados de líquenes y enebros. Es una densa pero, al mismo tiempo, austera vegetación atlántica que con notoria facilidad cubre toda la cara norte en la umbría de la montaña.
Durante un buen rato, hasta llegar a una rumorosa fuente, caminamos en silencio. También es verdad que la senda comenzaba cuesta arriba. Y en esas condiciones no es tan fácil hablar, dato que ciertamente no puede dejar de ser tenido en cuenta si uno quiere ser fiel a la verdad. No obstante, la subida por la antigua cañada segoviana, debido sin duda a su longitud no era en exceso ni costosa ni pronunciada. Ascendimos tan cómodamente como al frente de sus rebaños lo hicieran los antiguos pastores en los remotos tiempos de la mesta.
El silencio del bosque continuaba nuevo, casi sin usar tras pese a las dos horas de ascenso. Y es que un bosque es un lugar idóneo para acallar ese estrépito de la propia vida que tan a menudo nos impide pensar con claridad. Con vistas cada vez más amplias y espectaculares, coronamos el Puerto del Marchés, donde en los carteles informativos para los turistas pudimos leer la interesante historia del lugar: Allí se narraba como los antiguos campesinos, cansados del pillaje de los bandoleros, decidieron unirse para darles caza al mismo tiempo que un castigo ejemplar. A sus juntas las llamaron “llegas” y de ellas surgió el orden implacable que lograrían imponer en la comarca: la muerte por asateamiento era solo el principio del castigo. Los restos de los ajusticiados quedaban colgados en los árboles, se abandonaban para escarmiento de los otros maleantes y como pasto de las fieras. El miedo comenzó a imperar entre los muy temibles bandoleros de la región. Y es que en los albores del siglo XIII la justicia no era cosa de bromas. Así surgió el nacimiento de la Santa Hermandad, que llegó incluso a contar con la aprobación y el beneplácito Real.
Un poco estremecidos después de leer tan terrible historia, continuamos la marcha. En ese tramo, la cañada, aprovechaba los restos de una antigua calzada cuyos vestigios coronaban los amplios y verdes valles que se ofrecían a la vista. Cercanas al camino, se hallaban las ruinas de algunas minas igualmente romanas. No todos los días surge la oportunidad de caminar entre tan amplios y despejados horizontes, sobre todo en ese tramo, donde el camino planeaba ancho y claro sobre la rojiza ladera de la gran montaña solitaria.
Tras atravesar el puerto del Robledillo, iniciamos el descenso hacía los baños del Sagrario, lugar al luego volveríamos para comer. La ruta finalizó en el pequeño Molino del Tío Mairero. Un paraje de excepcional belleza donde discurría un pequeño riachuelo.
En total habíamos caminado algo más de 15 kilómetros, y la comida tuvo la buena acogida que semejante caminata podía hacer esperar. Haciendo planes ya para la próxima marcha, nos despedimos tras un viaje de vuelta donde casi todos disfrutamos de un pacifico sueño.