Un espléndido y soleado 18 de febrero, nos dirigimos hacia la población de Alamillo, cuyo remoto origen sitúan los historiadores entre el tercer milenio a. C. y la lejana Edad del Bronce. Siguiendo la carretera de Fuencaliente, en el cruce hacía la Bienvenida pudimos observar varias bandadas de grullas, así como águilas reales y buitres. Según nos explicó nuestro compañero Bernabé, oriundo del lugar, la tierra es rica en yacimientos arqueológicos, recursos mineros y cinegéticos, contando además con una privilegiada situación geográfica como encrucijada viaria entre Castilla y Andalucía.
El autobús nos llevó por el valle de Alcudia, Gran Dehesa Real, donde invernaban los ganados trashumantes en los tiempos de Fernando III, cuando todo el valle pertenecía a la Orden de Calatrava y la Mesta se configuraba como una poderosa institución que vigilaba el uso de las cañadas y establecía las férreas normas no escritas por las que se regía la trashumancia ganadera.
Las encinas, el madroño, el alcornoque, son especies autóctonas que crecen con especial facilidad y vigor.
La primera mención documental de Alamillo, al parecer, procede del Fuero de Población de Almadén en fecha 22 de marzo de 1417. Del texto se desprende que en esa época no existía población, sino terrenos baldíos que el Maestre, D. Luis de Guzmán, había cedido al Concejo para su aprovechamiento. “…si el Concejo vendiera las yerbas de sus términos del Saladillo o del Alamillo…”
Esta cesión, fue en realidad una donación, ya que no existió ni precio ni contrapartida por los terrenos cedidos.
Por su parte, las Relaciones Topográficas de Felipe II en 1578, censan unos trece vecinos. Fue Felipe IV, quién autorizó la construcción de una iglesia, con el fin de que los habitantes del lugar no tuvieran que vadear los ríos para recibir los Santos Sacramentos. Sin embargo, no es hasta mediados del siglo XIX cuando Alamillo se constituye como población autónoma; cuando la propia Isabel II autorizó “LA SEGREGACIÓN” de esta aldea, para que en lo sucesivo, formase Ayuntamiento propio e independiente.
Pues precisamente a 445 m. sobre el nivel del mar, se encuentra el Ayuntamiento de Alamillo. Aproximadamente sobre la diez de la mañana, salimos de la calle principal con dirección al arroyo grande: siguiendo los numerosos cordeles y veredas que aún pueden apreciarse como vestigio de la Mesta, aproximadamente a las dos horas de marcha, llegamos hasta el famoso río Guadalmez. Cruzando sobre el puente, pudimos ver un agua verde e inmóvil que hoy día continúa siendo refugio de una gran variedad de peces y nutrias. Muchas algas de color rojo y ocre crecían desde el fondo, haciendo su vista particularmente hermosa.
Si el río marcaba la división entre los dos valles, el puente fue la arteria que facilitó la comunicación entre el norte y el sur. Tras cruzarlo, pudimos ver los amplios horizontes extendidos de la comarca cordobesa ondeando tras cada colina, así como las fabulosas ruinas del castillo de Miramontes, punto de máxima altura del valle de los Pedroches y también llamado el Balcón de Santa Eufemia. Este castillo es de origen árabe y fue construido durante el período de dominación musulmana, en el que Alamillo fue conocido como “La Balatita” o “El llano de la bellotas”. En esta época fue decisiva la posición estratégica de Alamillo por las imperiosas necesidades de comunicación existentes entre Toledo y Córdoba. El dominio cristiano de la zona no se consolidó hasta la famosa batalla de las Navas de Tolosa en 1212.
Hay que llegar a Santa Eufemia para recordar que sus habitantes son llamados “Calabreses”, al parecer este gentilicio proveniente de la hazaña que protagonizaron , treinta y tres valientes italianos que bajo el mando del Rey Alfonso VII tomaron el castillo al grito de “Santa Eufemia”, santa de la que eran muy devotos en su región de Calabria.
Se dice que el castillo fue construido sobre antiguos castros romanos y derruido en el año 1478, precisamente por orden de los Reyes Católicos, como reprimenda y escarmiento a los excesos del entonces Señor de Santa Eufemia, Gonzalo Messía Carrillo. Actualmente solo conserva el lienzo septentrional de sus murallas y resto del aljibe. Pero la vista desde el mismo es de una excepcional amplitud y belleza, siendo posible divisar incluso el grandioso pantano de la Serena.
De vuelta ya, después de un encuentro con cazadores, un tanto inquietante, bajamos desde las rañas del zócalo del Valle de Alcudia por un viejo camino hasta la misma plaza del pueblo, subiendo hasta el restaurante donde celebramos nuestra merecida comida, pues la marcha había durado exactamente diecisiete kilómetros y medio, según mediciones realizadas por Juan Antonio Cantos.
Merece la pena destacar que ésta resultó realmente espléndida: remedio de cansados viajeros, por un precio módico como ninguno, estuvimos comiendo casi hasta la seis de la tarde. Todos nos sentimos muy agradecidos a los dueños del restaurante de Alamillo, por el esmero, la atención y la generosidad con la que nos trataron y también por su excelente cocina: exquisita y sabrosa como la que refiere Cervantes que se acostumbraba a servir en las antiguas ventas del Quijote o en su famosa novela de Rinconete y Cortadillo.
Y para terminar el día visitamos las famosas ruinas de Sisapo, un antiguo municipium romano. No en vano, nos hallábamos en la antigua Oretania preromana, en la noble región de Sisaponensis. Prácticamente todas las culturas prerromanas ya trazaron caminos que unieron la zona con el puerto de Sevilla para transportar principalmente el cinabrio o azogue extraído de las minas. Así nació uno de los más concurridos tramos de la ruta de la Plata.
Esta ciudad estuvo rodeada por una muralla de más de tres metros de ancho con unas veintiocho torres. En el interior del recinto se encontraron restos de viviendas pertenecientes a épocas diversas, comprendías entre los siglos VII y IV a.C.
Allí pudimos ver los restos de la llamada “Domus Aurea”, conocida como la casa de las columnas rojas con el suelo cubierto de mosaicos, aunque estaban tapados para protegerlos de los hielos; igualmente protegidos estaban los restos de un pequeño circo o anfiteatro romano. Y pensando en todas las civilizaciones que antes que nosotros habían habitado esas tierras, de pronto ocurrió lo impensable: pudimos ver al tiempo, tenía el rostro de una tarde espléndida que iniciaba el ocaso. Del sol lánguido que descendía entre lejanas colinas violetas incendiándolo todo a su paso. De una nube blanca inmóvil, que nos contemplaba atentamente desde el cielo. Por un instante, el tiempo fue un lenguaje infinito: ese vano esfuerzo humano de intentar perseguirlo y atraparlo en los recuerdos. Subimos a otra pequeña atalaya y decidimos que sin lugar a dudas, aquél había sido un buen día.