Este otoño ha sido tan cálido que a primeros de noviembre ni siquiera habían amarilleado las hojas de los árboles. La mañana estaba clara y soleada cuando iniciamos la ruta en la pedanía de San Lorenzo, un pintoresco rincón de nuestra geografía, perteneciente al Maestrazgo de la Orden de Calatrava que en el siglo s. XIII, conquistó estos territorios realizando nuevas asignaciones de dehesas y tierras de monte a pequeños núcleos de nueva población. Tras tomar café en el pueblo, dejamos atrás el campanario de la Iglesia y comenzamos el camino de diecisiete kilómetros desde el que pronto alcanzaríamos las vistas espectaculares de la hoz en el cruce de los ríos, Ojailén y Fresneda, que más hacia el Sur, se unen con el Montoro, en la cuenca del Guadalquivir.

AlamedaFue numerosa la afluencia de colegiados, algunos acompañados de niños, que siempre son bienvenidos a la marchas, y que demuestran una vitalidad increíble en la realización del trayecto. Arrancamos desde una altura considerable: casi ochocientos metros, dejándonos llevar por la pendiente cuesta abajo, durante la mayor parte del tiempo. La pista era ancha, firme y se hallaba en muy buen estado, de modo que era fácil caminar por ella. La lluvia del día anterior había limpiado la atmosfera, y el bosque exhalaba un penetrante olor a plantas. El sol brillaba en las hojas de las encinas, coscojas, madroños, quejigos, enebros y alcornoques, que junto a extensos matorrales de jaras, cantueso, tomillo, romero y otras aromáticas, formaban parte de la exuberante vegetación que se alzaba a ambos lados del camino.

Desde lo alto del puerto, el cielo parecía infinito. El río se extendía como un reptil plateado y se veía concurrido por numerosas aves: Desde golondrinas viajeras que apenas si rozaban el agua, hasta majestuosas garzas en vuelo, patos, palomas torcaces y cigüeñas; todas tienen en el valioso humedal un hábitat a su medida. Tampoco faltaron nutrias; ni buitres y otras rapaces sobrevolando las altas paredes de Peña Horadada. Los pudimos observar muy cerca con los prismáticos, mientras hicimos el alto del bocadillo. Es una zona de gran valor cinegético, donde se crían incluso muflones, aunque en muchas vaguadas y laderas, pudimos ver amplias zonas de cultivo, que han alterado el paisaje original, entre ellos, el olivo es uno de los más extendidos ya que la repoblación de la zona se basó, sobre todo, en la explotación de la misma a nivel agrícola y ganadero. Buena muestra de ello son los restos del antiguo Molino de los Frailes.

Finalizamos el largo descenso, en los quinientos metros de altitud. La tierra húmeda brillaba en la ribera del río junto a zonas de arena amarillenta. Entre las piedras, la corriente formaba rápidos de espuma. El viento que movía los juncos, traía el olor de los rebaños que abundaban por la zona, y dispersaba el sofocante calor de las colinas. Tras cruzar los vestigios del puente que la fuerza del agua había arrancado, dejando impracticable el camino, frente al cerro de las Mesas, un cazador se aproximó para decirnos que estaban monteando en la finca de al lado y no querían que les espantásemos la caza. Aprovechamos para responderle que el camino era público y que además habíamos comunicado nuestra presencia en la zona al Ayuntamiento, al objeto de no causar molestias.

Los últimos kilómetros se hicieron largos. Caminábamos por el margen izquierdo de la Cañada del Lobo. Ya pasaban las tres de la tarde. Las nubes parecían fundirse en el cielo. Nos alegró ver a lo lejos, tras el arroyo del Tamujo, como centinelas dormidos, los álamos que dan nombre a la población de la Alameda. Allí nos esperaba una fabulosa comida de compañerismo, la satisfacción del esfuerzo y la alegría de haber vivido un día en contacto con la naturaleza.

 

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