Con ocasión de la festividad de Castilla-La Mancha, aprovechamos los últimos días de mayo y primeros de junio de 2017 para realizar un trecking en la bella isla de Menorca. Casi treinta participantes, entre colegiados, familiares y amigos, integraron el grupo expedicionario que recorrió más de sesenta kilómetros a pie por el perímetro de un territorio que los isleños califican de «ecosistema frágil y de gran valor ecológico», y que preservan con el paciente cuidado de quien se sabe poseedor de un edén natural.
La salinidad del ambiente es la primera grata impresión que recibes cuando llegas a la isla. En el aeropuerto, el olor a sal es mucho más fuerte e intenso que el de queroseno, y la tramontana, entre el ruido de las hélices, trae la humedad del mar que te envuelve, te acompaña, se adentra en los pulmones e impregna la piel.
Nuestro alojamiento estaba situado al sur, en Cala Galdana, y a la mañana siguiente, miércoles 31 de mayo, iniciamos la marcha. Fue un preciado privilegio caminar bajo el vuelo de las gaviotas y los cormoranes, viendo al mar confundirse con el cielo, mientras se abrían ante nosotros extensos pinares con escondidas calas de increíble belleza. Algunas de estas playas parecían custodiadas por enormes acantilados de espectaculares formaciones geológicas; otras estaban adornadas por la inmensidad de un mar sin horizontes, con muchos tonos de azul malaquita y turquesa. Incluso, cuando las aguas se percibían profundas, del color de la tinta, podían apreciarse—sin embargo—claras y transparentes, de modo que, al divisarlos veleros anclados en las bahías, también podíamos observar sus sombras oscuras en el fondo marino, tan nítidas y silenciosas como peces gigantes cosen un estanque jurásico.
Cuatro eran los días de los que disponíamos, de modo que los empleamos en recorrer los puntos cardinales de la isla, lo quenos permitió contemplar muy variados paisajes, pues la boscosa zona del norte es radicalmente distinta de la verde albufera en el este, o de la baja vegetación sureña que pudimos ver en Cala en Turqueta o Son Bou: atravesamos acantilados y barrancos, sedosas dunas, fértiles humedales, playas de arena fina y orillas peinadas de algas negras flotando sobre la espuma, como reciarios de gruesas crines al viento. El fragor del mar y el perfume de las plantas empapadas de sal nos traían reminiscencias del glorioso pasado de la isla, de sus habitantes, que tal vez encontraron otras nuevas maneras de enfrentarse al mar y al viento.
Como lugares visitados, podemos citar los faros de Cavalleria y Favàritx, la Reserva Marítima del Norte y el Parque Natural de la Biosfera que finalizaba en el hermoso poblado marítimo de Es Grau. Henchidos de emoción por la aventura, nuestras sendas casi nunca se apartaron del acceso perimetral que une todas las torres de Menorca, y que viene conociéndose con el nombre de Camí de Cavalls, un camino de circunvalación costera cuyo remoto origen sitúan en el siglo XIV, cuando el monarca Jaime II de Mallorca, con el fin de consolidar sus territorios, pidió «caballeros con caballo» para mantener las costas vigiladas, libres de enemigos y contrabandistas.
Muchos son los documentos jurídicos donde se reseña su existencia, tales como el Libro del Real Patrimonio, el Causas denaufragios y el de Inventario de bienes del Estado:
«… que las posesiones marítimas donen el camino de caballos, como ha sido la costumbre y he oído decir a mis antepasados».
«Conviene al Real Servicio que los caminos de caballos estén abiertos, libres y compuestos, para poder transitar por ellos».
Sin embargo, el Camino de Caballos menorquín ha permanecido cerrado hasta hace pocos años, cuando el Consejo insular, tras complejos acuerdos, consiguió que los propietarios del mismo accediesen a permitir el paso.
También pudimos visitarla noble y señorial Ciutadella, con su hermosa catedral y su recinto amurallado, y la mucho más cosmopolita ciudad de Maó, con sus callecitas repletas de tiendas con ropa y reclamos para turistas, y con un puerto espectacular que fue cuna, desde la antigüedad, de un próspero comercio con el resto de Europa.
Una de las visitas más románticas y significativas que realizamos, atraídos por su fama de mejor discoteca de Europa, fue la Covad’ en Xoroi, lugar de impresionante belleza, donde acude la gente para disfrutar de la puesta de sol y de música en directo. Se trata de un abrupto acantilado, cortado a pico sobre el mar, en cuyo interior—según cuentan las leyendas— fue a refugiarse un pirata (que da nombre al lugar) tras sobrevivir aun terrible naufragio. Tan oculta está la cueva que nadie pudo encontrar, hasta después de muchos años, a la joven que el bandido raptó y convirtió en madre de sus tres hijos. En aquella gruta pasamos nuestra última tarde en la isla, recorriendo sus amplios rincones, sus goteantes pasadizos de piedra y contemplando las fabulosas aguas a las que Xoroi prefirió arrojarse antes de convertirse en un cautivo. Dicen que el mar implacable se cerró sobre él y guardó para siempre sus secretos.
La estancia fue muy grata y divertida. Una de las muchas razones que harán este viaje inolvidable es, sin duda, la excepcional calidad humana de sus participantes. Tal vez esa podría serla principal razón que convirtió cada minuto en una experiencia valiosa e imperecedera, en un auténtico sustento del espíritu, llamado a crear, entre nosotros, fuertes vínculos de solidaridad y afecto.
Mención muy destacable merece el esfuerzo realizado por todos los participantes y, de un modo especial, el de nuestra querida Lola Sánchez —esposa de nuestro compañero Luis Fernando Asensio—que, con un temple y valor incomparables, atravesó interminables roquedales, superó alturas vertiginosas, soportó kilómetros de calor asfixiante sin perder la sonrisa y, en las muy bellas sendas de Menorca, nos dispensó el infinito placer de su compañía.