Con mucha ilusión, casi cuarenta expedicionarios, entre los que se encontraban dos niños de corta edad, iniciamos la marcha de verano en el primer viernes de julio, siendo nuestro destino el parque natural del río Duratón, un bello afluente de la margen izquierda del río Duero, famoso por sus espectaculares paredes de rocas, que llegan a alcanzar los 100 metros de altura, entre las que discurren sus hoces.
Nos hospedamos en un hotel situado en la misma presa de Burgomillodo y comenzamos nuestra marcha al día siguiente en Sepúlveda, una pequeña población medieval, desde donde realizamos dos preciosas rutas en las que pudimos avistar gran cantidad de aves rapaces en pleno vuelo: milanos, halcones, búsares, águilas y buitres leonados, surcando el cielo entre la fina lluvia que nos acompañó durante la mañana.
Por la tarde visitamos la antigua cárcel del Concejo, hoy convertida en moderno centro de interpretación. Solo había que pulsar un simple interruptor para ver a dos presos virtuales en el exiguo interior de sus celdas. Los niños se mostraron muy asombrados y sensibles con esta experiencia, que también dejó su huella en los adultos que la contemplamos.
Al salir de nuevo a la empedrada calle, un sol radiante nos devolvió a la vida, aunque sus rayos parecieran chocar con tristeza en los gruesos y oscuros muros.
Por la tarde visitamos la venerada ermita de San Frutos, milagroso Patrón de Segovia. El trayecto en autobús fue complicado, pero mereció la pena porque el paisaje era grandioso: el agua del río, de un profundo color verde oscuro, se veía inmóvil, embalsada por los muros de la presa y custodiada por las formidables paredes milenarias donde anidan las aves y sus crías.
Estábamos intentando tomar una foto de grupo cuando, de pronto, el aire pareció enmudecer, vaciarse de sonidos: del piar y aletear de los pájaros, de los susurros del viento entre las ramas, de campanas de iglesia, de mugidos apagados. Suspendidas en el éter, como si hubieran surgido de la nada, volvimos a ver a las rapaces. Eran muchas, más de doscientas, y de gran tamaño; cruzaban la inmensidad trazando grandes círculos, sus ojos relampagueaban en el cielo y su mirada abarcaba la llanura entera: las aguas apacibles, las colinas azules del atardecer y el verde frondoso en las lejanas laderas. Como si estuviesen entrenadas para ofrecer un espectáculo sublime, águilas y buitres comenzaron a volar muy bajo, mientras reteníamos la respiración, asombrados —sin notar que la tarde había comenzado a transcurrir tan lenta como el lecho del río— cuando aquellos reyes del tiempo decidieron batir sus alas poderosas tan solo a pocos metros de nosotros.
Aquella noche hubo cena de gala y entrega de diplomas a los asistentes. A la mañana siguiente, nos dirigimos a la población de San Miguel de Bernuy para navegar en el embalse de las Vencías. El recorrido en canoa fue una pura delicia. El río olía a limo y a roca húmeda. Los buitres volaron alto durante las primeras horas del día. Más tarde, al finalizar el recorrido, tuvimos un pequeño incidente al dirigirnos hacia la Villa de Fuentidueña, el lugar donde íbamos a comer: un turismo mal aparcado impedía el paso del autobús por la calle, ya de por sí muy estrecha, y, como fue imposible encontrar a su propietario, nuestros valientes abogados decidieron levantarlo a pulso y moverlo de su sitio para que pudiese pasar el autobús, hazaña que fue calurosamente vitoreada por todos los presentes.
En el viaje de vuelta, en una de las paradas reglamentarias, pude observar que el pequeño Diego, hijo de nuestra compañera Teresa González, tenía la nariz pegada a una de las vitrinas del restaurante, donde se vendían juguetes y un sinfín de recuerdos.
— ¿Que estás mirando, Diego? Le pregunté intrigada.
Él respondió que quería comprar una figurita que tuviera un letrero dedicado “A la mejor madre”.
Y así finalizó nuestro viaje de verano.