Aunque no es un lugar conocido, son muchos los enamorados de la cueva que toman la estrecha senda localizada entre Saceruela y Abenójar y no dudan en atravesar las numerosas fincas y puertas ganaderas que llevan hasta su escondida entrada para poder disfrutar de su belleza. Hasta allí nos encaminamos en la tercera semana del mes de Mayo, sin dejarnos desanimar por el calor.
El último tramo a recorrer se adentra en la sierra, espléndida en plena floración, exuberante como una selva, custodiada por añosas encinas que se alzan entre interminables praderas verdes, salpicadas por campos de amapolas y violetas. Por fin llegamos a nuestro destino, que se encuentra disimulado bajo las gigantescas raíces de un árbol: a la cueva se tiene acceso a través de una pequeña y mohosa puerta, que parece sacada de un naufragio pirata y que, hace muchos años, colocó el Ayuntamiento. Aunque su visita no reviste una especial dificultad, ni necesita del uso de material técnico especifico, hay que andar con cuidado.
Los primeros pasadizos son bajos y estrechos, dignos de la serpiente del Minotauro. El suelo en su interior es un légamo pegajoso y resbaladizo y el fuerte olor a humedad es demasiado intenso. Sorprende el frescor que rezuman las paredes en contraste con el asfixiante calor del día. Y aunque en pocos pasos la oscuridad se va haciendo más densa y continua, a la débil luz de las lámparas comenzamos a ver que el espacio se abre y contiene grandes formaciones cálcicas con volutas y formas caprichosas; vemos también altas bóvedas habitadas por ciegos volátiles nocturnos, que se espantan con nuestra presencia, llenan el aire con el ruido de un batir de alas, chillan y huyen para esconderse cabeza abajo, en las más profundas hendiduras de las rocas, o en las hondas fisuras de los espeleotemas, que del suelo al techo, parecen sostener la pesada estructura de la cueva. Podemos observar estalactitas cortadas al ras por instrumentos humanos, prueba de que su interior está siendo expoliado por personas sin escrúpulos, y sometido a una bárbara degradación de su medio.
Podemos observar estalactitas cortadas al ras por instrumentos humanos, prueba de que su interior está siendo expoliado por personas sin escrúpulos
La mayor sorpresa estaba aún por llegar, pues cuando ya creímos haberlo visto todo y nos disponíamos a marcharnos, en una oquedad que no parecía adecuada ni para dejar pasar un gato, encontramos un paso que nos llevó a otras mucho más impenetrables y bellísimas estancias. Armándonos de valor, continuamos nuestro recorrido y descubrimos lo más insólito e inesperado que uno espera encontrar en un lugar tan primitivo y alejado de Dios. Realmente… ¿Qué esperábamos ver allí? ¿Restos de vajilla funeraria? ¿Un hacha de sílex? ¿Pinturas Rupestres? ¿Huesos del Paleolítico? No dimos crédito a nuestras linternas cuando nos dejaron ver, perfectamente colocado, conservado y reposando en un húmedo saliente de la roca... ¡un Belén con todas su figuritas!
Hace muchos años, alguien descubrió aquel nacimiento y rendirle devota pleitesía en época navideña, se ha convertido en una consolidada tradición que ha dado lugar a la difusión de la existencia de la cueva.
El Belén irradiaba una paz especial, nos hicimos fotos junto a él, y después apagamos las luces. La oscuridad era total y absoluta. Como la de un halcón bajo su caperuza. El ojo no podía acostumbrarse a ella. Si no hubiésemos dispuesto de linternas, hubiese sido imposible encontrar el camino de vuelta, y no hubiésemos podido salir jamás de allí. Uno nunca debe ir solo a visitar una cueva. Siempre se debe contar con medios y compañía suficiente, y es una buena medida dejar algún compañero en la entrada, que pueda ir a pedir auxilio, por si las cosas se complican.
Una vez fuera, nos pareció venir de otro planeta, de otra profunda dimensión de la existencia. El sol ardía en el cielo con toda la fuerza del mediodía y la flor del romero atraía a las abejas. Nos rodeaba una inmensa extensión de montañas y horizontes sin fin. Nos sentamos a asimilar la experiencia y a disfrutar del merecido bocadillo. Nos esperaban ocho largos y calurosos kilómetros de vuelta que apenas si notamos.
Con nosotros volvían el silencio y el frescor resplandeciente de la cueva.