El pasado 8 de octubre reanudamos las actividades del club de senderismo y decidimos acercarnos hasta Fuencaliente para realizar una ruta poco conocida para los turistas, pero muy frecuentada por los habitantes del pueblo (cuyo curioso gentilicio es el de “cucones”). Se trata de la denominada “ruta de las parcelas”, que tiene su inicio en su pintoresca plaza principal y que, internándose en la sierra, traza un hermoso recorrido por algunas de las parcelas que el Ayuntamiento arrendó a los vecinos.
El pasado 8 de octubre reanudamos las actividades del club de senderismo y decidimos acercarnos a Fuencaliente para realizar una ruta poco conocida para los turistas, pero muy frecuentada por los habitantes del pueblo (cuyo curioso gentilicio es el de “cucones”). Se trata de la denominada ‘Ruta de las parcelas’, que tiene su inicio en su pintoresca plaza principal y que, internándose en la sierra, traza un hermoso recorrido por algunas de las parcelas que el Ayuntamiento arrendó a los vecinos.
El mayor atractivo de esta senda -incluida en la Ruta de Don Quijote- son sus grandiosas vistas panorámicas. Así, podemos contemplar el Robledo de las Hoyas, Puerto Viejo, la cima del Abulagoso y el grandioso Valle del Río Cereceda. También divisamos, a lo lejos, la escondida ermita que dio lugar al nacimiento del pueblo. Éste tuvo su origen en el siglo XIII, cuando un Maestre de la Orden de Calatrava concedió licencia al fraile que allí vivía, haciendo penitencia en la ermita, para fundar la villa y el Priorato de Fuencaliente o Fuencalda. Dicho fraile recibió facultad para repartir los solares, para nombrar alcaldes y Justicia, así como para conceder exenciones de impuestos entre los primeros pobladores.
Pero el asentamiento humano es muy anterior a esa época, pues los abrigos con sus pinturas rupestres están datados entre el periodo Calcolítico (años 2500 – 1800 A.C.) y la Edad de Bronce (1800 – 750 A.C.), es decir, casi de la misma antigüedad que algunas pirámides egipcias. Con posterioridad, fenicios, cartagineses, romanos y árabes realizaron prospecciones mineras en la zona y difundieron el valor medicinal de sus termas, cuya merecida fama continúa hasta nuestros días.
Precisamente, antes de comenzar la ruta encontramos a un visitante de Barcelona que había llegado al pueblo para tratar sus dolencias y las de su esposa. Nos explicó que venían desde tan lejos atraídos por la bonanza de estas aguas, que sirven para aliviar las inflamaciones, así como dolores artríticos y reumáticos de difícil cura.
A última hora de la mañana, y desde el Camping de San Isidro, nos dirigimos hasta el abrigo de Peña Escrita; subimos su empinada pendiente bajo la amarilla y calurosa luz de un Sol menos propio de otoño que de verano. Para evitar expolios y actos vandálicos, las pinturas están protegidas con barrotes, pero las rejas no pudieron impedir que nos sintiéramos en uno de los lugares más antiguos y significativos del planeta, donde la erosión y la fuerza de los vientos han moldeado las montañas con perfiles suaves y amables. Allí, sus primeros pobladores hallaron el más alto exponente de su naturaleza humana dibujando en las rocas todos los misterios que les llenaban de asombro: el nacimiento del Sol en los rayos del alba, las manadas de ciervos en fuga, las mujeres pariendo, o la propia virilidad primitiva, inequívocamente plasmada en la roca. Pisábamos una tierra que lleva miles de años siendo fértil y rica, que dio sustento, cobijo y cura a nuestros más remotos ancestros. Entre los murmullos del agua y los efluvios de las plantas aromáticas siguen transcurriendo sus horas apacibles; las noches, tachonadas de lámparas, parecen cuajar en la inmensidad de sus cielos.
Puesto que en aquellas rocas más de cuarenta siglos de historia han preservado para nosotros el silente testimonio de su paso, Peña Escrita debería contarse entre las más pacientes bibliotecas de este mundo. De carácter lítico, eso sí, pero no por ello menos confortable a la hora de saborear el eterno placer de la lectura, porque digamos que todo está allí: la lucha del hombre contra los elementos, su emergente definición como individuo, su relación con la naturaleza y el paisaje… y, muy especialmente, la idéntica elevación del espíritu que nosotros sentimos junto a una obra de arte. Un santuario que ha sobrevivido a la interminable contienda de las civilizaciones en la zona que, a pesar de su poder destructivo, no han podido privarlo de su condición de pequeño paraíso en la tierra.