A lo largo del pasado mes de diciembre tuve ocasión de visitar y trabajar en algunos proyectos relacionados con el conflicto palestino-israelí; en concreto, puede colaborar con organizaciones mixtas judío-palestinas que inciden en áreas relativas a la sensibilización, movilización y comunicación acerca del conflicto, así como en la observación y denuncia de las violaciones de derechos humanos y la situación de los presos palestinos.

Resulta sumamente gratificante conocer a esa gran cantidad de personas, tanto judíos como palestinos, que a día de hoy siguen esforzándose en la búsqueda de soluciones para el conflicto al tiempo que denuncian las constantes violaciones de derechos humanos que se producen en el territorio; pero, simultáneamente, al volver te embarga una sensación de profunda desolación ante la dificilísima situación, el sufrimiento y la práctica inexistencia de expectativas de solución del conflicto a día de hoy.

La situación en los Territorios Ocupados de Palestina es trágica; la situación de ocupación militar que desde hace cuarenta y seis años lleva a cabo el ejército israelí a lo largo de Cisjordania y el territorio de los Altos del Golán tiene unas características especialmente severas para la población, al punto de que cada vez son más las personas e instituciones que califican la situación como de apartheid, muy cercana o asimilable a la que en su día practicó el odioso régimen racista sudafricano, si bien fundamentada no en motivos raciales sino étnicos, y ejercitada con la pretensión de separar a dos pueblos, judíos y palestinos, sin más argumento que su pertenencia a ellos.

Por parte de Israel, potencia ocupante –la situación de ocupación militar efectiva e ilegal fue declarada como tal por la Resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas nº 242 de noviembre de 1.967-,  tiene como efecto la diaria discriminación de la población palestina en múltiples ámbitos: el más visible es, sin duda, el encarcelamiento de la totalidad de la población como consecuencia de la construcción de un muro, igualmente declarado ilegal por el Tribunal Internacional de Justicia en Dictamen emitido en julio de 2004 para resolver la Opinión Consultiva que le había planteado la Asamblea General de NN.UU.; dicho muro no sólo no respeta las fronteras que en su día señaló NN.UU. -la “línea verde” que dejaba a los palestinos sólo el 22% de su territorio original-, sino que se introduce constantemente en el territorio de Cisjordania aislando unas comunidades de otras, arrasando campos de cultivo y cientos de viviendas, inutilizando las vías de comunicación, separando a las familias y, en definitiva, haciendo inviable la existencia de un estado palestino y cualquier atisbo de desarrollo económico. El muro condena a los palestinos de Cisjordania a la pobreza e impide el ejercicio de los más elementales derechos.

El argumento recurrente de las autoridades israelíes para la construcción del muro se centra en la necesidad de defenderse de los ataques terroristas provenientes de Hamas: a ello habría que replicar que, sin perjuicio de condenar las acciones terroristas de este grupo y otros, así como sus ataques a la población civil israelí, lo cierto es que es precisamente la ocupación militar israelí la que provocó el nacimiento de estos grupos; y desde luego, la ocupación efectiva que mantiene el estado israelí es un hecho violento en sí mismo, lo que autoriza a calificar la actividad armada de Hamas –reitero la crítica a alguna de sus actuaciones-, como de resistencia, con fundamento en la Resolución de la Asamblea General de NN.UU. nº 1514 de 1960, que proclama el derecho de los pueblos a la libre determinación, así como la R.A.G. nº 2625, de 1970, que prohíbe a todos los estados el recurrir a la fuerza para privar a los pueblos de ese derecho.

Y en la cotidianeidad, la población palestina es el destinatario diario de sanciones colectivas, radicalmente prohibidas por el derecho internacional, tales como la discriminación en el suministro de agua o el cegamiento de alcantarillas, bombas de ruido, la imposición de precios abusivos para algunos servicios, los toques de queda, el cierre de los controles del muro y muchos otros similares.

Pero es que además, la población palestina sufre diariamente el acoso de los colonos judíos que, sin que el ejército israelí haga nada para impedirlo, se dedican a hostigar a los campesinos cercanos a su lugar de establecimiento con amenazas y destrucción de sus modos de vida: por ejemplo, se contabilizan cientos de miles de olivos propiedad de campesinos palestinos, los cuales han sido arrancados o cortados por los colonos con la finalidad de conseguir el abandono de sus tierras.

Más grave aún es la situación de los presos políticos palestinos, alrededor de 7.000, incluyendo varios ministros de la Autoridad Nacional Palestina y numerosos parlamentarios, sometidos a un sistema procesal penal que incumple preceptos básicos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1.966  y que en absoluto garantiza su derecho a un juicio justo, al punto de que los abogados a veces desconocen el contenido de los atestados policiales, cuyo acceso le es negado por alegados motivos de seguridad; y el colmo es la situación de unos 300 detenidos en situación de la llamada “detención administrativa”, figura jurídica con fundamento en una normativa anterior incluso a la creación del estado israelí, de la época del mandato británico, que permite a la autoridad militar la detención sin cargos e incluso sin límites temporales en la práctica, ya que la misma es en realidad prorrogable de manera indefinida.

En cuanto a la población palestina del interior de Israel, ciudadanos por tanto con pasaporte israelí, el estado les discrimina en todas las áreas, acceso a puestos de trabajo, licencias de apertura de empresas, negativas de permisos de construcción e inferior dotación presupuestaria para su educación y sanidad.

El estado israelí está acosando a la práctica totalidad de la población nómada, los beduinos, que ya fueron expulsados del desierto del Neguev, y que tras instalarse en la zona del desierto de Judea situada entre Jerusalén, Ramallah y Jericó, están siendo ahora desalojados porque las autoridades quieren construir allí macroasentamientos destinados a ser unidos con Jerusalén (el llamado Proyecto E1 para unir Jerusalén con Maale Adumin) , lo cual convertirá en literalmente inviable el futuro estado palestino al carecer de cualquier posibilidad de continuidad territorial; y lo más grave es que estas actuaciones punitivas se han incrementado tras adoptar la Asamblea General de Naciones Unidas la decisión de admitir a Palestina como estado observador no miembro el pasado 29 de noviembre. Las últimas noticias aparecidas en prensa apuntan a que  la situación tenderá a deteriorarse aún más ya que el nuevo gobierno israelí surgido tras las últimas elecciones ha incorporado a varios ministros de los partidos ultraortodoxos, incluido el ministro de Vivienda.

Y, también a modo de represalia, el estado israelí se niega a abonar a la Autoridad Nacional Palestina el importe de las tasas portuarias y aereoportuarias que los israelíes cobran en los Territorios Ocupados y que luego deben devolver, alrededor de noventa millones de dólares al mes; este sólo hecho demuestra que la situación es en sí misma una situación de ocupación militar –es el estado israelí quien gestiona y controla los puertos de Gaza y los aeropuertos de Gaza y Cisjordania-, y que la presencia de las actividades y conductas que he descrito, y muchísimas otras que no caben en estas líneas, constituyen una clara violación del derecho internacional humanitario y las obligaciones que el IV Convenio de Ginebra impone a la potencia ocupante.

No hay espacio para hablar del problema de los millones de refugiados palestinos en otros países y de la negativa del estado israelí a reconocer su derecho de retorno, derecho que sí le es reconocido por numerosas resoluciones de NN.UU., la primera la R.A.G. 194 de diciembre de 1948;  y, desde luego, no hay espacio para analizar la ilegalidad de los repetidos ataques del ejército israelí frente a la población de la franja de Gaza y las evidentes razones por las que el estado israelí no puede legítimamente alegar la legítima defensa, toda vez que no concurre ni uno sólo de los requisitos que la legalidad internacional exige para la concurrencia de esta figura jurídica.

La situación está tan deteriorada y ausente de expectativas que el concepto paz está completamente desacreditado; de ahí que hoy se adjetive la paz de diferentes maneras –paz justa, paz duradera, paz posible- cuando el concepto paz es indivisible; hoy de lo que se habla es de una solución basada en derechos, en el reconocimiento de los derechos de un pueblo entero y en soluciones adecuadas a la legalidad internacional y a la justicia; o lo que es lo mismo, en  primer lugar es preciso frenar la ilegalidad –la ocupación militar- y después reparar la legalidad.

Desde el mundo occidental se asumen las tres condiciones que Israel impone para la negociación, a saber, el reconocimiento del estado de Israel, la renuncia a la armas y a la violencia y la aceptación de los Acuerdos de Paz de Oslo por parte palestina, sin caer en la cuenta de que justamente esas tres condiciones son la que el estado israelí rechaza y que constituyen el núcleo de las reclamaciones palestinas: que Israel reconozca al estado palestino conforme a la Resolución  242, que ponga fin a la violencia y a la ocupación de los territorios ocupados y que cumpla los Acuerdos de Paz.

Sólo la presión internacional podrá hacer variar este estado de cosas; ello pasa de manera ineludible por el cambio de actitud de Estados Unidos y de Israel, pero esa presión sólo surtirá efectos desde el momento en que la solución sea exigida desde abajo, desde la base, por todas aquellas personas que toman conciencia de esta injusta y desesperada situación, liderados por los miles de israelíes y palestinos que diariamente y sobre el terreno trabajan para ello. Mi más profundo reconocimiento para ellos.